Empecé en la fotografía a mediados de los setenta, cuando el mundo olía a revelador y las manos se teñían de plata. Tenía poco más de dieciséis años y pasaba las tardes en un viejo cuarto oscuro en un altillo de madera en Bétera. El techo crujía, las bombillas rojas temblaban, y el sonido del agua corriendo sobre las cubetas marcaba el ritmo de mi aprendizaje. No sabía entonces que aquel silencio húmedo sería mi primer laboratorio de paciencia.

Velé más de un carrete de los buenos por abrir la tapa antes de tiempo. Aquello dolía, pero me enseñó que la luz no se domina, se respeta. Aprendí a mirar despacio, a esperar, a entender que una fotografía no se hace: ocurre.

Con el paso de los años, la tecnología cambió, y yo cambié con ella. Al principio, la fotografía digital me parecía una traición. Extrañaba esa espera mágica entre el clic y la imagen revelada. Pero pronto entendí que la esencia no se pierde, se transforma. La digitalización no me quitó nada; me devolvió la libertad de probar, fallar y volver a empezar sin miedo. Hoy trabajo con una Canon R y un 50 mm fijo, que me obliga a moverme, a decidir con los pies, a mantenerme dentro de la escena.

Fue en ese viaje entre luces y píxeles donde encontré mi lenguaje: el desnudo artístico. Lo que empezó como un reto técnico se convirtió en un diálogo íntimo con la verdad del cuerpo. Recuerdo una sesión en la que la modelo no encontraba el gesto. Apagué todas las luces menos una, el octa suave, y hablamos de su cicatriz. No hubo pose, solo silencio. La foto ocurrió dos respiraciones después. Desde entonces entendí que el cuerpo, cuando confía, cuenta lo que las palabras no alcanzan.

Mi trabajo busca eso: verdad, emoción y silencio. No hay artificios, ni maquillajes innecesarios. Solo luz, piel y honestidad. Creo en la fotografía que no embellece, sino que revela. En la que deja respirar a quien está al otro lado del objetivo.

Hoy sigo fotografiando desde Valencia, todavía con la misma curiosidad de aquel chaval del altillo de Bétera. Cada disparo es un intento de reconciliarme con el tiempo, con la memoria y con la belleza imperfecta de las personas que se dejan mirar.

No tengo una definición exacta de lo que busco. Solo sé que, cuando una foto funciona, lo noto en la barriga. Bajo la cámara, respiro, y me quedo un segundo en silencio.
Ahí es donde sé que la imagen está viva.

 

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