Despojarse

Todo comienza con un gesto mínimo.

Los dedos se posan sobre el botón del pantalón, y en ese simple contacto se presiente algo más profundo: el inicio de una rendición, o tal vez de una conquista. No se trata de quitarse una prenda, sino de dejar ir lo que pesa, lo que oprime, lo que ya no pertenece.

El tejido azul, gastado por los días y las rutinas, se convierte en una metáfora del tiempo. Cada pliegue guarda una historia, una costumbre, una versión antigua de quien lo habita. Pero llega un momento en que el cuerpo pide silencio. Pide espacio. Pide volver a sentirse piel.

Ella comienza a desabrochar el botón. Lo hace sin prisa, sin artificios, como quien entiende que la verdadera desnudez no tiene que ver con el cuerpo, sino con la decisión de mostrarse tal cual es. La luz acaricia los contornos, dibujando sobre la piel una geografía de sinceridad.
El vaquero cede poco a poco.

Se abre camino hacia abajo, deslizándose entre la duda y la certeza. La escena es sencilla, pero poderosa: una mujer despojándose de lo cotidiano, dejando caer con cada movimiento una capa de historia. No hay pudor, hay proceso. No hay provocación, hay verdad.
A medida que la tela desciende, algo se transforma. El aire parece más denso, la respiración más consciente. Cada músculo cuenta algo que antes estaba oculto: una renuncia, una cicatriz, una belleza sin filtro. La mirada ya no busca aprobación; se afirma.

Y cuando el pantalón reposa, derrotado, en los tobillos, la escena alcanza su punto de quietud. No hay música, ni grito, ni gesto final. Solo el silencio de quien ha llegado a sí misma.

El cuerpo se erige entonces como símbolo de autenticidad.

Libre, imperfecto, vivo.

Despojarse no era quedarse sin ropa,
era quedarse sin miedo.

DESPOJARSE: UNA HISTORIA CONTADA EN AZUL

error: ¡El contenido está protegido!