Lesbos: el temblor de la ternura
La noche las envuelve con la lentitud de un secreto que nadie debe romper.
Fuera, la lluvia dibuja en los cristales un murmullo constante, casi hipnótico, que parece acompasar sus respiraciones.
Dentro, solo quedan dos cuerpos buscando abrigo en la certeza del otro.
Sus miradas se encuentran, y el mundo se detiene.
No hay pudor ni promesa, solo esa atracción invisible que nace donde las palabras sobran.
Ella la roza apenas, con la yema de los dedos, y la piel responde como si recordara un amor de otra vida.
Un temblor leve.
Un suspiro que se escapa antes de tiempo.
Las manos se atreven a explorar lo que la mente calla.
Los labios se buscan, inseguros primero, urgentes después.
El beso se convierte en territorio, en plegaria, en hogar.
Cada respiración se convierte en un lenguaje nuevo.
La piel —esa frontera tan frágil— se abre al contacto como una flor al alba.
Entre sombras y reflejos, el deseo se vuelve música: una melodía que solo ellas pueden escuchar.
El tiempo deja de contar.
Solo existen los movimientos suaves, el roce, la entrega.
Ella cierra los ojos, siente el calor ajeno mezclarse con el suyo, y entiende que hay formas de amar que no necesitan nombre ni permiso.
El placer crece sin violencia, como una marea que asciende lenta pero implacable.
Las gotas de lluvia resbalan por sus cuerpos y las confunden con lágrimas.
Nadie sabe si lloran, si ríen o si se disuelven.
Solo el silencio lo comprende todo.
Y cuando el temblor las atraviesa, no hay final, solo una calma profunda, casi sagrada.
El latido se apacigua.
El aire se llena de un perfume nuevo: el de la piel que ha sido tocada con verdad.
Entonces se miran, todavía cercanas, aún temblorosas.
Y entienden —sin decirlo— que lo vivido no fue deseo, sino reconocimiento.
Porque en ese instante, entre la lluvia y la penumbra, una encontró en la otra su reflejo más humano: la ternura hecha cuerpo.